Era finales de junio y sin saber por qué, se le vinieron a la cabeza aquellos versos de Wislawa Szymborska :“todo principio/no es más que una continuación”. Qué curioso, pensó, como en los cuentos y novelas de García Márquez . Empezó a andar a la intemperie , bajo la luna redonda como una tarta y que era una especie de invitación a la felicidad (“la muesca de la luna, presa en los almanaques”, que decía Cortázar ). Hacía un calorcillo agradable. Se miró en el escaparate de una de las librerías de la calle por la que solía pasear y advirtió nuevas arrugas en su rostro. Se acordó, inevitable en estas fechas, de aquel chico que era él y que, allá por 1984 , se sentaba en la última fila de la clase en la Facultad, y del profesor de Contemporánea que siempre repetía: “la historia de la democracia es la historia de la gente ” y, a continuación, de aquella chica que se parecía a Anna Karenina en lo trágico y en lo bello (y a Mary Shelley en lo siniestro). Eran nuevos tiempos y no quería seguir recordando o soñando, porque el sueño de una noche de verano, como el de Navidad , ya estaba escrito. Y como el pasado no existe y el futuro no ha llegado, o al menos eso le decían en clase de yoga, se instaló en la orilla de este presente, que por momentos era una isla desconocida (o un planeta nuevo al estilo de Solaris ) pero presentía que lleno de buen karma , y, sintiéndose como un héroe, eso sí discreto , se dirigió con paso firme a casa de Daniela , dispuesto a deshacer con la mayor delicadeza posible el malentendido de ayer.
El verano estaba comenzando, y no era cuestión de desperdiciarlo